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Por Arturo Charria

Existen memorias como entradas en un laberinto, con la diferencia de que al final del recorrido no se necesita y no debería existir, una sola salida.

Pocos países han sido tan exhaustivos con el tema de la memoria como Argentina. El cine nos narró la tragedia de la dictadura: “La noche de los lápices”, entre canciones de Sui Generis, nos estremeció con el secuestro, la tortura, el asesinato y la desaparición de un grupo de estudiantes de un colegio de La Plata; “La historia oficial”, a dos años de terminada la dictadura, nos abrió los ojos sobre el robo de niños durante los años del terror. Juan Gelman juntó las más bellas palabras para hablar del exilio y el desgarramiento que le produjo la desaparición de su hijo y su nieto, quien aún no había nacido.

Estas narrativas se han fortalecido a través de museos, acciones en espacio público y transformaciones curriculares en el sistema educativo: parques, huellas y marcas que llenan las calles de las principales ciudades de Argentina. En los lugares en donde antes se diseñó y ejecutó el horror, ahora se habla de derechos humanos y de memoria. Han sido expropiados cuarteles militares, instituciones privadas y oficiales. Así, es posible encontrar en ciudades como Rosario y Córdoba múltiples espacios para reflexionar sobre las víctimas de la dictadura: allí se ven rostros, se leen historias de vida y de militancia, se repite una cifra: 30.000, para que no queden dudas sobre la magnitud de la tragedia o para que muchos nos cuestionemos de esos 30.000, a cuántos podríamos recordar con todas las letras de su nombre y apellido.

Pero, más allá de las emociones que producen estas narrativas, de la rabia y de la indignación, es necesario preguntarnos, desde la situación colombiana, ¿cuál es la función de la memoria? Es posible pensar, como mínimo, tres niveles a esta pregunta: reparar a las víctimas, permitir que una sociedad se reconozca en su pasado y, por último, contribuir a la transición y evitar que la “cristalización” del pasado no sature a la sociedad, al punto de que sea imposible pensar la reconciliación.

La experiencia argentina logra importantes desarrollos en los dos primeros niveles y fracasa en el tercero. El principal problema está en la imposibilidad de pensar que otras memorias también hagan parte de los museos y lugares que proliferan en el país. Resulta imposible pensar en incluir dentro de dichos espacios a los muertos y secuestrados de las guerrillas argentinas. Hay un profundo miedo en incluir estas narrativas, pues se cree que se podría “justificar” la brutal represión que se dio durante la dictadura. Sin embargo, eran padres, esposas, hijos y amigos, el número de víctimas fue menor pero no el dolor: el trabajo por la memoria y los derechos humanos no es un asunto estadístico.

Por otro lado, hay un uso excesivo de la memoria en relación con proyectos políticos del presente; la construcción de un relato monolítico que se pueda reproducir con facilidad es útil electoralmente. Usar la memoria para despertar odio e impedir la reconciliación es una de las principales amenazas que tiene ésta. Hoy Argentina es un país dividido y polarizado, con rencores que impiden mirar hacia adelante o, lo que es peor, que no puede mirar atrás sin volver cargado de rabia al presente.

De ahí que no se pueda hablar de la memoria en singular y como un relato monolítico fácil de comprender, sino como un laberinto, al que se puede entrar por distintas partes, pero en el que podemos estar tranquilos si encontramos más de una salida. Así, al final del recorrido que hagamos por los pasillos de las memorias en Colombia, no nos producirá angustia saber que es posible también encontrarnos con distintas versiones de una misma historia.