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Por: Arturo Charria

Subí cada peldaño como una madreselva que crece por la piel, hasta volverse vida en el pensamiento.

Es una paradoja, porque tuve que subir los niveles del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Chile para descender al infierno. En el trayecto miles de rostros me miraban desde lo alto: sus párpados nunca se volvieron a abrir y, sin embargo, sentía el peso de su mirada.

Por eso “Sucede que me canso de ser hombre”, porque en el primer nivel del Museo sentí dolor y vergüenza, como una pesadez que se hacía más profunda a cada paso.

No bastaba con hablar de dictadura o de “terrorismo de Estado”, porque esa máquina del horror, que inició el 11 de septiembre de 1973, fue operada por hombres y mujeres que cada noche o madrugada regresaban a sus casas para tomar un baño y bendecir el alimento que compartían con su familia. Ese primer nivel muestra los alcances que tuvo la represión en Chile durante los años de Pinochet.

En el segundo nivel hay un espacio que parece flotar en el aire, como si estuviera suspendido en el tiempo. Las paredes son de vidrio, uno puede soportar las manos contra ellas; del otro lado de los cristales está el vacío, y después los rostros de miles de víctimas de la dictadura. Ahí se produce el encuentro, cuando descubro que ellos también me ven y que el diálogo es a través de la mirada; como si me bastara decir que “tiro mis tristes redes a tus ojos oceánicos” y el resultado es una cosecha que va del dolor a la esperanza.

El último nivel está dedicado al trabajo de los organismos de Derechos Humanos en Chile durante los años de la dictadura. Allí se exalta la defensa, promoción y denuncia, en un país en donde la palabra derechos había sido prohibida. En ese espacio se recrea el despacho desde donde trabajaba el cardenal Raúl Silva, fundador de la Vicaría de la solidaridad; también se muestran cientos de portadas que desde Chile trataban de narrar lo inefable. Ahí, en medio de archivos y documentos de los años del terror, comprendí las últimas palabras escritas de Rodolfo Walsh, antes de ser desaparecido: “el compromiso de dar testimonio en momentos difíciles”.

Después de salir del Museo fui a La Chascona, casa que Pablo Neruda construyó para celebrar el amor, la amistad y la poesía. Las paredes de esa casa están íntimamente ligadas a la historia de Chile, pues el día en que inició la dictadura, ésta fue saqueada. En esa misma casa fue velado el poeta 12 días después, cuando el corazón más grande del mundo se detuvo para siempre. Ese saqueo no fue hecho por militares golpistas, sino por una sociedad llena de odio.

Mientras caminaba por las pasillos de la casa del poeta, me detuve ante un retrato sonriente de éste y me quedé pensando en una narrativa ausente en el Museo: la relación entre unos militares que se toman el poder y una multitud que entra a destruir la casa del autor de los Veinte poemas de amor: la casa se llenó de agua, los libros fueron arrojados al barro y deshojados, escupieron el rostro del poeta y todo lo que podía romperse quedó hecho pedazos en el suelo.

No basta con comprender que la destrucción de la casa se da por la militancia del poeta, sino en la inquietante certeza de que en Chile la dictadura contó con la aprobación y el aplauso de otros miles de hombres y mujeres que no vestían prendas militares. Por eso ahí, frente a la sonrisa del poeta, comprendí como nunca los versos que vuelvo a repetir: “Sucede que me canso de ser hombre”.