Por Alejandro Ribadeneira
El pasado es nuestro verdadero dios. Los humanos nos negamos a dejarlo atrás. Levantamos memoriales enormes sobre las batallas ganadas o sobre las tragedias militares sufridas, resistidas con valor patriótico. Nos encanta el cine ‘histórico’. Y si no tenemos gestas, pues las creamos y saturamos los medios con el mensaje nacional. Creemos, en definitiva, que lo moralmente correcto es recordar.
Quizás la buena memoria no es tan saludable para una nación. El politólogo estadounidense David Rieff acaba de publicar un alegato en contra del abuso de lo que se conoce como ‘memoria histórica’, es decir los recuerdos de un país o una comunidad que proyectados hacia el presente ejercen un poderoso factor simbólico de identificación entre los ciudadanos. Se trata de un concepto desarrollado por el francés Pierre Nora, uno de los precursores de la ‘nueva historia’.
Rieff, nacido en Boston en 1950, se va de lleno en contra de la célebre frase del filósofo estadounidense de origen hispano George Santayana, quien escribió esto en 1905: “Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”. Sí, se ha vuelto un cliché y los políticos lo sueltan en tiempos de campaña, pero casi 120 años después de lanzado es un versículo que casi nadie contradice. Rieff lo hace en ‘Elogio del olvido’, un ensayo de 170 páginas en el que analiza varios conflictos del mundo para concluir que, muchas veces, la memoria histórica puede ser tóxica para un pueblo.
Se trata de una propuesta que sacude, pues las naciones están fundadas en “profusos legados de recuerdos”, como escribió el historiador francés Ernest Renán en el siglo XIX. El problema es que esos recuerdos no siempre se ajustan a la realidad, a lo que ‘realmente pasó’, pues han llegado alterados, con tramos omitidos, o ajustados a una necesidad concreta, a una narrativa.
“La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”, razonó el colombiano Gabriel García Márquez. Esta frase, pronunciada más bien para cuestiones individuales, también sirve para marcar la diferencia entre historia y memoria colectiva. La primera “adopta necesariamente la forma de un registro, continuamente reescrito a la luz de nuevas evidencias”, según argumenta el francés Pierre Nora.
La memoria colectiva, en cambio, es una herramienta del presente que le otorga sentidos (en plural) al pasado. Esto a su vez crea ‘sitios de memoria’ como monumentos, cementerios, obras artísticas, días de recordación. Son manifestaciones selectivas, parciales y, por eso, manipulables.
Rieff, a lo largo de su texto, razona pasando revista a varios sucesos de la humanidad para desmenuzar los paradójicos efectos de la memoria histórica. Uno es que el revisionismo es inminente y tiende, por su vocación científica de llegar a la ‘verdad’, a dinamitar las bases de esa memoria. Por ejemplo, en Estados Unidos se discute desde 1992, a propósito de los cinco siglos del primer viaje de Cristóbal Colón hacia América, cómo debe ser recordado este marinero italiano.
Desde la fundación de la unión en 1783, se ha enseñado en las escuelas que Colón era valiente e intrépido porque indirectamente está asociado al origen de EE.UU. La revisión de un desubicado Colón, esbirro de un imperio saqueador que ni siquiera supo dónde estaba parado, atentaba contra la memoria colectiva y generó el temor de que la población repudiara el pasado y, por consecuencia, el presente.
El autor no pierde de vista el fenómeno actual de la inmigración global, que está generando revisionismos históricos en naciones como Australia y Alemania, donde las respectivas memorias históricas se han estremecido. Los australianos debaten desde fines del siglo XX un ‘multiculturalismo’ que enfatiza en el maltrato sufrido por los aborígenes a manos de los blancos, algo que ha enervado a los conservadores, asustados a su vez por la llegada de inmigrantes asiáticos. Los alemanes, por su lado, han sido los europeos que mejor han recibido a los inmigrantes que huyen de la violencia islámica, prueba de que la huella del Holocausto aún perdura en su memoria histórica.
Otro elemento que Rieff señala es el del perdón, y cita como ejemplo sobresaliente a España, donde la memoria colectiva tiene como objeto una reparación moral, como recuerda la escritora y política socialista Mercedes Gallizo. La Guerra Civil (1936-1939), sangrienta y estremecedora, dio paso a una dictadura, que a su vez solo pudo ser superada por el famoso ‘pacto del olvido’ entre las fuerzas políticas españolas. La libertad y la democracia eran más importantes que la justicia y el olvido fue el instrumento para avanzar. Claro que con los años se han retirado símbolos del franquismo. Por ejemplo, las calles que tenían nombres de aliados de Francisco Franco fueron rebautizadas, pero no con los nombres de los mártires republicanos sino con denominaciones de la realeza.
Algo parecido se vivió en Chile de inicios de los 90, cuando Augusto Pinochet dejó el poder sin ir directamente a juicio. Otra vez, se eligió entre el practicismo de avanzar hacia la democracia o hacer justicia. Rieff sostiene que, si no es posible hacer justicia sin derramar sangre, es mejor olvidar.
La Segunda Guerra Mundial, conflicto de conflictos y quizás el evento más impactante, también ha sufrido algunos olvidos positivos. Hoy, el odio de los japoneses hacia los estadounidenses no existe, y viceversa. Historiadores y artistas de ambos países han revisado el pasado e incluso se han producido películas que se desmarcan del nacionalismo del bando respectivo. Toyota reina en EE.UU. y nadie se escandaliza. Eso no ha ocurrido en otros puntos. Las guerras civiles que desangraron a Yugoslavia (que Rieff cubrió en su juventud como corresponsal) se han basado en la incapacidad de sus naciones, influenciadas por sentimientos religiosos y raciales heredados desde la caída de Constantinopla, de perdonar.
El libro abunda en ejemplos, todos diversos y con sus propios matices, en una reflexión enriquecida con citas de pensadores sobre este fascinante tema, como Paul Ricoeur, Maurice Halbwachs, Avishai Margalit y Friedrich Nietzsche, quien escribió: “No hay hechos, solo interpretaciones”. Lo interesante está, pues, en quién realiza esas interpretaciones, y para qué.