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Por: Carlos Dorantes

¿Cómo conmemorar tantas atrocidades en tan pocos días cada año? ¿Cuántas otras historias invisibilizadas nos falta conocer e incorporar a nuestras exigencias de memoria y verdad?

En un lapso de menos de diez días tuvieron lugar dos eventos que mantienen en la memoria dos hechos atroces de nuestro pasado reciente: por un lado la detención y desaparición de Martha Camacho y la ejecución y desaparición del cuerpo de su esposo, José Manuel Alapizco, ocurridos el 19 de agosto de 1977 a manos del Ejército Mexicano y la Dirección Federal de Seguridad (DFS). Por otro lado, recordamos también la masacre de 72 personas migrantes en San Fernando, Tamaulipas, que tuvo lugar la madrugada del 23 de agosto de 2010.

¿Cómo conmemorar tantas atrocidades en tan pocos días cada año? ¿Cuántas otras historias invisibilizadas nos falta conocer e incorporar a nuestras exigencias de memoria y verdad? Tres, siete, dos, cuarenta años: en nuestros calendarios se acumulan conmemoraciones y recuerdos, y no podríamos dejar de hacerlo; no podríamos parar de contar el paso del tiempo porque aún no tenemos verdad ni justicia; porque la herida permanece abierta.

En el evento de conmemoración de lo ocurrido a Martha Camacho y a su esposo se cruzaron los caminos de personas como doña Catalina, que lleva 40 años buscando a su hijo Luis Francisco, con el de la señora Rosa, del grupo Las Rastreadoras de El Fuerte, quien lleva tres años buscando a su hijo. Tantas personas de tantos espacios y décadas diferentes compartiendo una búsqueda similar.

Por su parte, en el foro para recordar la masacre de San Fernando, Glenda García, familiar de Nancy, Mayra, Richard y Efraín, víctimas de dicho crimen, viajó desde Guatemala para narrar el proceso tortuoso que ella y su madre tuvieron que vivir para reconocer los restos de sus familiares: al momento de recibirlos les fue prohibido abrir los ataúdes y, en uno de los casos, al abrirlo se encontraron solamente bolas de papel y agua.

Hay algo que comparten todas estas historias de latitudes tan distintas: la falta de acceso a la verdad de lo que ocurrió, que se traduce en falta de acceso a información en poder de las autoridades. Lo que queremos abordar en este texto es la importancia de los archivos para acceder a la verdad de atrocidades como las que recordamos en estos días, sobre todo en casos de violaciones graves a derechos humanos. Tanto las víctimas como la sociedad tenemos el derecho a acceder a la información para saber las diligencias que se hicieron, en qué se falló, por qué se falló. Esto es parte de conocer la verdad de lo que ocurrió y lo que se hace para evitar que se repita.

En el caso de los desaparecidos de Culiacán, el historiador Camilo Vicente —quien recuperó de diversas fuentes expedientes a los que ahora no hay acceso directo en la Galería 1 del Archivo General de la Nación— ha compartido con familiares de víctimas de desaparición forzada expedientes de sus desaparecidos, aportando así información a la que no habían tenido acceso durante 40 años. Esta evidencia de certeza de la desaparición forzada por parte del Ejército y la DFS fue utilizada en el caso de Martha Camacho ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para acreditar crímenes de lesa humanidad. El acceso a estos expedientes se debió a la parcial apertura que se alcanzó en los tiempos de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, con lo que se demuestra lo que se puede lograr con la apertura de los archivos. El acceso a estos documentos y la certeza que generaron a los familiares es un ejemplo de la importancia que tienen para contribuir a cumplir el derecho a la verdad de los familiares y la sociedad.

En el caso de las masacres de migrantes, a los familiares del caso San Fernando les preocupa que la información sea entregada en términos similares a versiones públicas que recibió la Fundación para la Justicia sobre el caso Cadereyta. Los documentos recibidos son muestra de una política de opacidad con respecto a temas vinculados a violaciones graves a derechos humanos. A continuación se reproducen imágenes de la forma en la que se testan los documentos.

El proyecto de la Ley General de Archivos —cuyas deficiencias ya habíamos señalado en otro blog— que probablemente será discutido en septiembre de este año, es clave para determinar lo que sucederá no sólo con los archivos históricos del período de la Guerra Sucia en donde se encontraron los expedientes de desaparecidos. Implicaría también la generación de una política archivística nacional que determine la gestión de los expedientes que documentan las atrocidades del presente. El proyecto actual no contempla una cláusula fundamental para resguardar la información y garantizar el derecho a la verdad, la cual consistiría en reglamentar que nuestras instituciones de seguridad no puedan hacer la baja documental —entiéndase destruir— los expedientes que sus comités de valoración documental consideren no tener “valor histórico”. Esto implicaría también establecer períodos fijos e irrevocables de transferencia íntegra de sus documentos, los cuales serían valorados por comités independientes y expertos en archivística, historia y derechos humanos.

Los archivos son también parte de nuestra memoria, del saber para no repetir, algo que evitaría que los familiares y la sociedad aguarden más de 40 años para conocer un solo documento que podría aportar un poco de certeza a tanto dolor acumulado durante tanto tiempo.