Por Colombia2020
Familiares de víctimas de desaparición forzada escribieron cartas para visibilizar su lucha contra la impunidad. Conocer la verdad es una forma de sanar las heridas que por años han dejado la ausencia de sus familiares.
Mario Fernando Tamayo García le escribe una carta a su mamá, Mónica García, desaparecida en 1994 en el Valle del Cauca cuando él era apenas un bebé. Hoy es un universitario que sabe que el dolor de haber crecido sin una madre día a día va acabando con la esperanza de encontrarla viva.
Mamá, mi preciado tesoro
«Soy hijo de Mónica Patricia García Peña, desaparecida el 3 de mayo de 1994 en el municipio de Zarzal (Valle). Como hijo, desde el momento de ser consciente de lo ocurrido con mi madre muchas cosas en mi vida empezaron a tener sentido. El por qué no tenía una figura biológica materna a la cual debía llamar mamá, o quizás un papá, pues él se ausento desde tiempos inmemorables.
Como hijo de la víctima crecí entre tíos primos y abuelos. Ellos son mi única familia y apoyo. Pero llega el momento de dejar de ser un niño, dejar mis juguetes y empezar a ser adolecente y adulto, creciendo con la esperanza de conocer a la mujer que me dio la vida y que con tanto amor y cariño escogió mi nombre.
Preguntándome y queriendo saber quién, cómo y por qué. ¿Por qué se la llevaron? ¿Con qué objetivo se llevaron a mi único amor? Ese amor que me hace despertarme cada mañana con las mismas ganas y con la misma fuerza de seguir adelante. Aunque, como digo yo, uno nunca deja de esperar, uno nunca deja de creer.
Algún día llegara aquella mujer con los años ya pasados a abrazarme y al verme dirá “yo soy tu mamá”. Pero esta es una esperanza que los familiares de las víctimas de desaparición forzada asesinamos cuando sabemos la verdad. Una verdad cruda que nos llena de dolor, pero una verdad que se hace necesaria para entender la realidad de la situación que pasa y pasó nuestro país.
Es inevitable decir que ha sido muy difícil estar sin ella. Pensando cada día qué se sentirá tener una verdadera mamá. Una mamá que esté todo el tiempo pendiente de su hijo, que luche junto a él, como lo hacen la mayoría de las madres de este país, que día tras día sacan adelante sus retoños. Hoy en día soy una persona que, a pesar de las adversidades, he tratado de tomar las mejores decisiones, haciendo honor a su memoria. En estos momentos estoy terminando mi pregrado e iniciando un posgrado. Siempre con ella presente en todos mis proyectos y en las decisiones de mi vida.
Termino este escrito reiterando que el haber crecido sin una madre me hace un ser luchador, pues las mayores dificultades de la vida me han tocado vivirlas y afrontarlas solo. Y en ocasiones no de la mejor manera. No le deseo a nadie una vida sin su madre. Todos sabemos que ellas son el motor de nuestra vida y a mí, desde mis 14 meses de vida, me arrebataron ese preciado tesoro».
Cuando la vida se nos vuelve historia
Álvaro Grefa, uno de los líderes del resguardo Indígena Kichwa San Marcelino del municipio de San Miguel (Putumayo) cuenta la historia de como su pueblo fue desplazado y a su hermano se lo llevaron los paramilitares. Hoy son ejemplo de resistencia y de lucha contra la impunidad.
“La esperanza es el sueño de un hombre despierto”, dice Pliny The Elder. Mi hermano Arturo Grefa Yoge nació el 17 de septiembre de 1984 en el Resguardo Indígena Kichwa San Marcelino del municipio de San Miguel (Putumayo). Era soltero, tenía estudios contemplados hasta tercero de primaria, era de la agricultura y no tenía antecedentes ante las autoridades judiciales.
Con mi hermano Arturo antes de la llegada de los grupos armados paramilitares en mi resguardo convivíamos, compartíamos, nos apoyábamos y colaborábamos mutuamente. Salíamos a cazar y a pescar. Todos los niños, adolescentes, jóvenes, adultos, mujeres, las abuelas y los abuelos nos agrupábamos para jugar el “Negrito”, pues el 5 de enero, como es costumbre cada año, en familia y en comunidad nos echábamos pintura en la cara y disfrutábamos. Solo había carcajadas, recochas y gritos de “¡viva el 5 de enero!” A Arturo le gustaba a anduche y el moreteado, y bailar. Tanto así que parecía una licuadora con su pareja de baile, pues se movían de un lado a otro con la picardía de hacer reír a la gente.
Arturo era el primero quien armaba la recocha y nosotros lo seguíamos. El ambiente comunitario nos motivaba a sentir más unidad y a progresar. Aunque la pobreza era un común denominador, tampoco era objeto de tristeza, se sobrellevaba a su modo. Más aún, la pobreza se convertía en ambiente de folclor a la naturaleza, a los ríos, a las quebradas, a las chagras y a los lugares especiales como lo llaman los mayores. Además, la celebración del día de la pascua, los mayores nos obsequiaban un castigo orientador a los jóvenes echándonos ají en los ojos, sumo de tabaco para tomar por la naríz y ramos de ortigas para todo el cuerpo.
Todo era para que los jóvenes crecieran con un pensamiento racional e íntegro en la familia y la comunidad. Recuerdo que, mientras Arturo lloraba y se revolcaba porque no quería recibir el castigo de honor, todos los demás ya habíamos vivido esa magnífica experiencia.
Él era mi compañía, mi amigo en quien podía confiar. La gente de la comunidad lo veía como un joven alegre, que les producía risa por la forma en que se expresaba porque no podía pronunciar bien algunas palabras. Era muy conmovedor en sus acciones. Salía a pescar con Chinchorro en las noches y hacia la “pasera” para cazar animales. Le gustaba jugar en las canoas haciendo competencias con otros.
Una vez se encontraba muy triste y me dijo que cuidara mucho a mi mamá porque parecía que la tumba se lo iba a llevar. Lloramos juntos y le dije que me contara lo que le estaba pasando. Con lágrimas en sus ojos me contó. Yo para darle fortaleza le dije: ‘dejemos que el problema no arruine su vida, mientras tanto juguemos a los artes marciales de Bruce Lee”.
De repente todo cambió en su vida. Se veía que la libertad había desaparecido porque los perpetradores entraron a quitarnos todo, a sobornar lo más humano que hemos vivido. No había tranquilidad, no había risas, no había palabras. La gente deambulaba y no sabía donde habitar. Nos echaban glifosato, nos señalaban de guerrilleros. A nosotros los indígenas nos denominaban como sapos y colaboradores de la guerrilla. Comenzaron las desconfianzas, las peleas, la pobreza aumentó, quitándonos de nuestro hogar.
Las casas abandonadas y los animales domésticos fueron rapados por los grupos armados. Ya no se podía ir a pescar y a cazar, porque nos podían acusar de informantes de la guerrilla. Hasta nos podían asesinar, de tal manera que el desplazamiento produjo en mi familia una desgracia. Mi hermano menor, de 2 añitos, murió con una infección de piel crónica. No había quién lo atendiera.
Recuerdo que con mi hermano Arturo salimos a buscar algo de comer estando al otro lado del río, en las montañas del Ecuador. A mi hermano le pico una conga y nos devolvimos sin ninguna pesca ni cacería, porque ya no se aguantaba del dolor. Lloraba y todos con la angustia le decíamos que se callara porque nos podían descubrir y nos matarían. Duramos tres meses desplazados.
Devuelta a Colombia la desgracia era peor. La escuela estaba abandonada. Estaba llena de arbustos, los micos andaban por la cancha de futbol, no había ninguna persona que se paseara por el lugar, no había nada de alimento. En medio del peligro, a escondidas, íbamos a cosechar coca, maíz y arroz donde los vecinos para el sustento de mis padres y mis hermanitos. Pero no se conseguía lo suficiente para sostenernos.
La comunidad estaba destruida, ya no había juegos, recochas, carcajadas ni viva el cinco de enero. Solo había tristezas, angustias, miedo, temor, olvido y rabia por los atropellos. La desgracia penetró más rabia y rencor en mi comunidad por la ilegalidad de las empresas que buscaban apropiarse del territorio.
En medio de estos hechos los paramilitares se llevaron a 13 personas miembros del resguardo. Es cierto que se produjo otro desplazamiento hacia Ecuador. Después de ocho meses volvimos a Colombia, el 18 de octubre de 2005. Arturo tenía pensado sembrar coca para sostener a la familia. Él se fue a buscar obreros para que nos ayudaran en el trabajo. Sin embargo, sucedió un ehcho fatal: fue detenido junto con otros ocho familiares y amigos por los paramilitares.
Mi padre fue a reclamarlo y vio que estaba amarrado y su rostro sangrado. Las últimas palabras que Arturo dijo fueron para mi padre: “papá perdóname, no fui obediente, perdóname”. Desde ese entonces la familia y la comunidad nos dispersamos traumáticamente. Nunca más recuperamos la unidad. Ahora vivimos con egoísmo porque los paramilitares, militares y policías no solamente desparecieron a Arturo y sus amigos, sino también acabaron con la alegría, la unidad, la tranquilidad y nuestra libertad.
No podemos superar la rabia y el dolor porque nadie nos dice la verdad. Nadie nos escucha, nadie nos da la mano. Absolutamente nadie se hace responsable de lo sucedido, ni siquiera el Gobierno. Masacraron nuestra identidad, cultura, cosmovisión y territorio. Nos separaron de lo espiritual y de nuestro pensamiento indígena. Nos dieron una ley de mentiras y nos dejaron una sucia y oscura tortura. Toda la familia siente un inmenso dolor por la impunidad, que no podemos aceptar y que solo se terminará ¡hasta que los encuentren!»