Escribe
Javier Torres Seoane
Antropólogo
Han pasado 37 años desde la destrucción del material electoral en el distrito de Chuschi ocasionada por miembros de Sendero Luminoso, y 25 de la captura de su líder, Abimael Guzmán. Tras tanto tiempo, aún no se llega a un consenso sobre cómo nombrar aquel periodo de nuestra historia: violencia política, genocidio, guerra popular, época del terrorismo, conflicto armado interno, manchay tiempo (tiempo del miedo). Es más, ni siquiera está muy claro en qué año acabó todo (algunos actúan como si no hubiera terminado).
Esto no debe extrañarnos. Basta recordar que, aunque el discurso oficial llama guerra del Pacífico al conflicto armado que enfrentó al Perú y a Bolivia con Chile, para la inmensa mayoría de peruanos lo que ocurrió entre 1879 y 1883 fue una “guerra con Chile”, a secas. Y no hay eufemismo diplomático o alianza comercial que borre de nuestra historia la ocupación de Lima, el secuestro de Tacna por 50 años ola pérdida de la provincia de Tarapacá.
Entre 1980 y 1993, nuestro país vivió una guerra civil iniciada cuando un grupo de peruanos que formaban parte de Sendero Luminoso —un partido de la izquierda maoísta— le declararon la guerra al Estado peruano, con la intención de destruirlo y de construir la “República Popular de la Nueva Democracia”, esa utopía totalitaria que se gestó en la mente de Abimael Guzmán y que la clase política peruana decidió enfrentar con las fuerzas armadas y policiales. Todo ello llevó a la muerte violenta de miles: civiles y militares, autoridades y ciudadanos, dirigentes políticos y sociales; la mayoría de ellos jóvenes quechuahablantes, analfabetos y campesinos.
Y hubo más: el secuestro y la tortura indiscriminada, las masivas y cotidianas violaciones sexuales, el arrasamiento de comunidades, el desplazamiento forzado de miles de personas y la destrucción de infraestructura productiva y de servicios comunales y estatales. Como ocurreen todas las guerras civiles, el impacto fue diferenciado, mayor en las regiones más pobres de nuestro país, donde la reconstrucción sumó otro grave crimen: una política masiva de esterilizaciones forzadas, que hoy se quiere negar.
En medio de la devastación y el horror, desde muy temprano, una voz se alzó para denunciar las atrocidades de la guerra. Era Angélica Mendoza de Ascarza, una ciudadana quechuahablante, analfabeta, que no tuvo miedo de llamar asesino al general EP Clemente Noel Moral, primer jefe del Comando Político Militar de Ayacucho (1983-1984), responsable de la desaparición de su hijo Arquímedes y de comandar a sangre y fuego una política de tierra arrasada en las comunidades de Ayacucho.
“Mamá Angélica” recorrió botaderos de cadáveres, dependencias públicas, bases militares. En tres décadas, no hubo día que no reclamara el cuerpo de su hijo, así como justicia para todas las víctimas. Y no lo hizo sola: con un grupo de mujeres valientes como ella creó la Anfasep, la primera organización de víctimas de la violencia. Mamá Angélica no se quedó en el reclamo, también dio cobijo y alimento a niños huérfanos de la guerra, a quienes el Estado era incapaz de acoger. Aunque no pudo ver presos a todos los asesinos de su hijo, pocos días antes de morir fue testigo de cómo, luego de 33 años, la justicia peruana reconoció lo que siempre se le había negado: que su hijo había sido detenido y desaparecido en el cuartel EP Los Cabitos 51 en Huamanga.
¿Se seguirá negando que el Estado asesinó, y que no supo proteger a los peruanos en la guerra contrasubversiva? ¿Puede acaso borrarse esta historia, como pretenden los responsables de estos crímenes y sus cómplices? No, aunque haya quienes por razones políticas o ideológicas insistan en hacerlo. ¿Ofende a alguien que se cuente esta historia? El presidente del Consejo de Ministros Zavala y el ministro de Cultura Del Solar creen que sí. Y aunque en realidad no lo crean y lo afirmen solo por cálculo político o temor a perder el puesto, habrá que recordarles que quien prefiere el olvido se convierte en cómplice. Así de duro, así de simple.
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