Por ANA JIMÉNEZ UNAI BEROIZ
LUIS SEPÚLVEDA ESCRITOR, PERIODISTA Y CINEASTA CHILENO
El escritor chileno indaga sobre los verdugos que trabajaron para la dictadura de Pinochet en su última novela, ‘El fin de la historia’, que ayer presentó en Iruña
PAMPLONA– Hacer justicia a la memoria. Esa era una de las intenciones de Luis Sepúlveda (Ovalle, 1949) con su última novela, El fin de la historia, una indagación histórica sobre los verdugos que trabajaron para la dictadura de Pinochet. El escritor chileno protagonizó ayer la cita de Diálogos de Medianoche de Civican.
Con su última novela,El fin de la historia, retoma a Juan Belmonte, protagonista de su novela Nombre de torero,publicada en 1994, ¿qué motivó esta vuelta?
-La historia de esta novela nace, como todas las novelas, de una manera medio casual. Un día me llegó una información rara desde Chile: en pleno verano de Santiago, un verano muy horrible y caliente, aparecen cerca del palacio del Gobierno unos tipos vestidos con gorros de piel y con vestimentas raras, extrañísimos… La gente pensó que serían del circo ruso, que estarían de viaje, pero eran cosacos de verdad. La delegación rusa iba a pedir la liberación de un criminal de guerra, Miguel Krasnoff, un tipo que estaba condenado por asesinatos, desapariciones, torturas, robo de niños… Condenado a más de 900 años de cárcel, y todavía tiene juicios pendientes. Evidentemente, la presidenta Bacheler les respondió que no era posible liberarlo, porque el tipo había sido juzgado con todas las garantías procesales y tenía una condena que cumplir. Hasta ahí llega la parte verídica de la historia, pero eso me dio pie a la pregunta que da pie a cualquier novela: ¿Y si…? ¿Y si deciden hacer algo? ¿Quiénes vendrían? ¿Cómo actuarían? ¿Cual sería necesariamente la fuerza que se opondría a eso?
Y llegó el ex guerrilero Belmonte.
-Evidentemente tenía que ser un tipo que conociera muy bien la historia del siglo XX, porque la novela es un paseo del siglo XX y por los grandes conflictos revolucionarios latinoamericanos también. Se me ocurrió que era la hora de convocar a ese personaje que se había quedado tranquilo con esa primera novela. Lo hice porque es un personaje por el que siento una cercanía muy especial, el tipo tiene mucho de mí y le he dado mucho de mi propia biografía. Hemos estado en los mismos lugares, nos hemos metido en los mismos líos…
Al hilo del título, ¿es posible escribir El fin de la historia, o en realidad todo supone un punto y seguido?
-No creo que la historia tenga un fin. Sí hay fines de historia que son estrictamente personales. Por ejemplo, en la novela muchos personajes están buscando desesperadamente un fin de la historia para sacarse algo muy duro que tienen encima, quieren cerrar un círculo maldito. Pero no creo en el fin de la historia como lo planteó Fukuyama, porque la historia se va renovando de hechos constantemente. A veces sorprende la velocidad con que la historia genera hechos de un día para otro y cuánto tardamos en analizarlos y convertirlos en antecedentes históricos sobre los cuales pensar, reflexionar y actuar. La historia, por fortuna, va siguiendo a la sociedad como una sombra. Luego viene la necesidad de narrarla y preservarla y de entender que narrar la historia no es solamente una tarea de los historiadores. Soy un convencido de ello, tal vez porque soy latinoamericano y nosotros asumimos ese reto de hacer de la literatura también un gran registro histórico. De hecho, en muchos países como Argentina, Uruguay, Brasil o Chile, lo que se sabe del tiempo terrible de las dictaduras no es por los historiadores, sino por los escritores, aquellos que registraron realmente lo que ocurrió.
Si bien la dictadura de Pinochet fue en términos históricos reciente, en Santiago de Chile ya hay un museo de la Memoria y los Derechos humanos, cosa que en España no, pese a peticiones y reivindicaciones. ¿Por qué cree que este país aún no ha hecho un hueco a su memoria?
-Creo que hay dos razones fundamentales. Una, que la dictadura de Franco fue tan larga que finalmente se impuso en todo el orden de cosas. Si miras la sociedad española hoy día, ves que un gran porcentaje de esa sociedad española que se dice democrática, madura, moderna y europea piensa en un tardofranquismo y la prueba más evidente es lo que ha pasado con los catalanes. En el caso de Chile, la dictadura fueron 16 años, largos, evidentemente, pero no 40. Además en España la transición se hizo con una izquierda y unos republicanos absolutamente derrotados, pero en Chile la dictadura terminó porque una fuerza política muy poderosa la obligó a negociar. Y esa fuerza política muy poderosa fueron sobre todo gente muy joven, del movimiento de izquierda revolucionaria o del frente patriótico Manuel Rodríguez, que se jugaron la vida y que a partir del año 1982 no le dieron un día de paz a la dictadura. Vieron que una batalla definitiva no la podían ganar, pero obligaron a la dictadura a negociar, y la dictadura negoció. Se le hicieron a muy juicio muchas concesiones, pero algo se logró recuperar y fue primero el reconocimiento de que hubo víctimas, crímenes y tortura, gente enterrada en fosas comunes, en fosas clandestinas… Empezó una recuperación muy lenta y el ánimo de preservar la memoria y de no olvidar ha tenido como resultado eso, que exista un fantástico Museo de la Memoria, que centros de tortura como Villa Grimaldi se hayan convertido en un espacio de preservación de la memoria… Eso faltó acá, primero por los 40 años que duró la dictadura y luego por la evidente falta de voluntad política de meterle el diente a este tema, que siempre va a estar ahí y es muy candente. La política de la derecha española, con la complicidad de algunos sectores de la centro izquierda, ha actuado como un “esperemos a que se mueran de viejos…”.
En ese sentido, el cambio político se antoja clave, de alguna manera.
-Exactamente, es lo que falta. En España se hizo la Ley de Memoria Histórica, muy bonito su nombre, pero que es una ley sin presupuesto fijo acordado, que no tiene un relato de cómo va a operar. Yo he hablado con algunos diputados respecto a esta ley, con preguntas muy simples como “¿tú sabes cuánto vale un examen de ADN de una víctima?”, y ves que no tiene ni puta idea ninguno.
Con el independentismo catalán en la diana, ¿qué opina de este choque donde ciudadanos quieren expresar su sentir como pueblo frente a una ley que prohibe votarlo?
-Lo más importante de la sociedad catalana no es ni su afán independentista, que no es total, ni ese afán soberanista, que tampoco es total. Lo más importante de la sociedad catalana es su afán republicano. Me atrevo a decir que un hipotético futuro republicano de toda España está íntimamente ligado a la potencialidad republicana que siempre ha tenido Catalunya. La derecha española, el gobierno y los aliados que ha ido encontrando, ha reducido el problema catalán a simplemente un afán independentista. ¿Te has dado cuenta que en ninguna de las acusaciones figura la palabra república? Cuando se instaura una república, quiere decir que se declara nulo y se combate al sistema que existía anteriormente. Los que están en la cárcel en este momento están acusados de sedición, de rebelión, de malversación… pero en los cargos se les olvido uno, el pretender una república y el fin de una monarquía, que es lo más relevante de aquello. No quiero que el problema catalán decaiga en eso, en una caricatura de un independentismo fallido, lo relevante es el afán y vocación republicana que la mayoría de los catalanes siempre ha demostrado.
En cuanto a Chile, ¿cómo está la situación actual en el país, con cierto tiempo de por medio?
-Es un país con contradicciones enormes. Tras treinta y tantos años de la recuperación de la democracia, no ha existido la voluntad política para terminar con la herencia que dejó la dictadura en la Constitución, el país sigue funcionando con la Constitución de un dictador. Curiosamente la constitución chilena tiene un apartado especial en el capítulo uno que dice el modelo económico es intocable. En Chile se hizo la primera gran revolución neoliberal y se transformó en una suerte de fetiche. Hubo un socialista en España, se llamaba Solchaga, que dijo que España era el mejor país para hacer dinero. Era toda una declaración de principios sobre por dónde iban los tiros de la nueva socialdemocracia. Chile se transformó también en el mejor país para hacer dinero. Es según el último informe de la OCDE, el país con el nivel más alto de macroeconomía del continente americano, pero al mismo tiempo el país de la mayor desigualdad social. Ha habido un crecimiento que llaman sostenido, con unas cifras asombrosas, pero el beneficio no se ve por ninguna parte. La salud sigue siendo privada, La educación recién se ha desprivatizado, en parte…
Y los jóvenes se pagan la universidad con créditos del banco.
-Te hipotecas de por vida para pagarte una carrera… La dictadura fue muy hábil en cuanto si tú corrompes a unos pocos, los van a pillar y se va a condenar a todo el sistema, el que corrompe y el corrompido, pero cuando corrompes a toda la sociedad… En Chile todos los diputados, senadores y ministros, salvo tres o cuatro honrosas excepciones, todos están recibiendo dinero de empresas que fueron robadas al estado chileno y entregadas al yerno del dictador, que les financió la vida durante más de 30 años. ¿Qué cambio va a haber?
Acerca de cambios, afirma que los libros no cambian el mundo…
-Estoy convencido, me mantengo siempre muy lejos de todo ese coqueteo intelectual sobre el compromiso del escritor. El compromiso es una palabra horrible, tú te comprometes y te descomprometes con igual facilidad. Siempre he sostenido que lo fundamental es mantener una vinculación profundamente ética con la vida y esa vinculación ética con la vida es da a través de la participación social. los deberes que cumples como ciudadanos y como persona. En mi caso, intento que esa vinculación ética que tengo con la vida también se plasme en mi literatura: mis puntos de vista a través de los puntos de vista de los personajes, y, sobre todo, recordar en cada una de las narraciones a esos personajes que son invisibles, pero que están: los valores. Los valores no se pueden perder. Los libros son un buen instrumento para hacerte más crítico, para pensar qué es lo que falta, salvo que aceptes, voluntariamente, ser un mundo de borregos…
Fusionemos artes: desde la música, ¿cuál o cómo sería la banda sonora de su trayectoria literaria?
-Siempre he estado bastante ligado a la música, cada una de las novelas tiene una banda sonora propia… Lo que más me acompaña cuando trabajo son clásicos del jazz moderno, como Chick Corea, por ahí va la banda sonora de lo que yo escribo.
¿Cuál fue entonces la banda sonora de El fin de la historia?
-Necesitaba meterme mucho en los recuerdos y hay un grupo chileno que se llama Bordemar, que hace música instrumental basada sutilmente en las raíces de la música tradicional de muy al sur de Chile, en la isla de Chiloé. Ellos le dan una condición de música muy alta con la incorporación digamos de instrumentos de la música clásica.
Como escritor, ¿se siente perseguido por el éxito de Un viejo que leía novelas de amor?
-Pensé que me costaría sacarme el muerto de encima, pero no. Por fortuna me he hecho un público que sabe que mis libros son muy diferentes, que van en distintas direcciones. Creo que la mayoría ha entendido que soy un tío representativo de esa diversidad que expreso en mis libros.