Por Carolina Arenes
Cuando éramos chicos, nos entreteníamos a veces en el recuento de la mezcla de sangres que fluía en nuestra argentinidad. Buen reflejo de la cartografía del país y del enclave cultural que nos había tocado, en nuestras listas predominaban abuelos italianos y españoles, pocos argentinos, de vez en cuando algún francés, menos todavía ingleses, irlandeses o alemanes; cada tanto, había alguna historia de los pogromos del Este o de los campos de la muerte. Entre los bisabuelos contábamos algún que otro criollo, aunque no dejaba de ser una rareza. Y no recuerdo ni uno solo que hubiera reportado al menos una gota de pueblo originario. Estábamos en Buenos Aires y parecía una obviedad que éramos el país blanco de América latina.
La hipercitada frase de Borges -«Los argentinos somos europeos en el exilio», seguramente hija de la de Alberdi: «Somos europeos trasplantados en América»- era ley en mi entorno. El prestigio de lo europeo por sobre las diversas formas de lo argentino o de lo americano era puro sentido común en la rama francesa de mi familia, aunque nunca me quedó tan claro como cuando, mucho después, lo vi sintetizado en el «Don’t be native» con que la dama inglesa, madre de un compañero de la facultad, reconvenía a su hijo. En esas épocas, la escuela no hacía más que reforzar el equívoco. La Argentina era un país blanco y europeo. Los indios habían sido eliminados de la historia oficial, como los negros, y los textos escolares de los años 70 todavía consagraban esa operación simbólica. Ni rastros por entonces de una perspectiva a contramano como la del credo jujeño de Héctor Tizón: «Yo miro el país desde el punto de vista de los que han sido derrotados y escribo del país que fue vencido y olvidado después de la organización nacional».
Pero la memoria también se construye con olvidos y ya puede ser tiempo de ir desmontando algunos. El recuerdo idealizado que circula hoy sobre los abuelos que llegaron en los barcos y nos legaron sus cocoliches y sus nostalgias silencia los desprecios y las persecuciones (la Argentina del siglo XIX, para crecer, necesitó trabajadores y convocó a los inmigrantes; la del XX buscó disciplinarlos), silencia que fueron «la plebe ultramarina» de la que habló Lugones, silencia el miedo ante ese aluvión inmigratorio que amenazaba con desbaratar el ser nacional. Es cierto que con su éxito integrador la escuela pública nos devolvió la ilusión de una sociedad homogénea, el famoso crisol. Pero también allí operaron olvidos, lo que en nuestro imaginario de país siempre quedó fuera del crisol: no sólo la población originaria, sino también la inmigración de países limítrofes. Esa que ahora parece estar bajo sospecha.
No importa que las estadísticas oficiales desmientan vínculos entre inmigración y delincuencia. O que muestren que es infundada la percepción de que estamos invadidos por inmigrantes. Las palabras ligeras de los políticos en campaña llegan a la mesa familiar mucho más rápido que los informes especializados.
Es fácil ver la desmesura cuando Trump dice que los mexicanos son delincuentes, violadores y bad hombres. O cuando decide avanzar con el muro. Pero habrá que tener cuidado con las formas menos obscenas e igualmente estigmatizantes del discurso político. El oportunismo de los tiempos electorales suele sembrar de falsos debates el camino y sería bueno no caer en su trampa.