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Por Erika Brockmann Quiroga

La creación y conformación de la Comisión de la Verdad, el pasado 21 de agosto, ha sido celebrada al renovar la esperanza de cicatrizar heridas colectivas todavía abiertas. Si bien hay voces preocupadas por el alineamiento oficialista de los miembros de esta  instancia se confía en la ecuanimidad y el prestigio  de algunas personalidades que la conforman. Su creación, 35 años después de la instauración de la democracia era una asignatura pendiente para esclarecer hechos, promover justicia y reparar el daño producido por violaciones extremas a los derechos humanos durante varios gobiernos cívico militares dictatoriales instalados en el país entre 1964 y 1982.

Cabe recordar que estas comisiones investigan pero no juzgan y son hoy referente internacional en materia de derechos humanos. No obstante, hay dudas y sospechas. No pasó desapercibida la exclusión de un sector de las víctimas sobrevivientes hace años parapetado frente al Ministerio de Justicia exigiendo la Comisión de la Verdad, la reparación universal del daño provocado en sus vidas por la violencia dictatorial así como la desclasificación de los archivos militares de esa época.

Su creación es el eslabón que faltaba tras una serie de iniciativas importantes pero insuficientes gestadas desde el año 1982, destacando entre ellas el juicio de responsabilidades a García Meza y a otros jerarcas de ese régimen que conminó a los bolivianos que pensaban diferente a caminar con el testamento bajo el brazo y la ley de resarcimiento a las personas víctimas de violencia política sancionada durante el estigmatizado primer ciclo de la democracia neoliberal y que este gobierno bien pudo ampliar en este tiempo de bonanza.

La Comisión de la Verdad de nuestro país, se suma a las 33 creadas en países golpeados por cruentas dictaduras, conflictos armados y guerras civiles antes de instaurarse la tercera ola democratizadora de la historia en la región y el mundo. Una pionera fue la “Comisión para la Verdad y la Reconciliación”, creada en 1995 bajo el liderazgo de Nelson Mandela tras décadas de lucha y represión del régimen del apartheid en Sudáfrica. Constituyó un modelo inspirador de reparación y esclarecimiento de la verdad, pero también tuvo detractores en el seno mismo del movimiento emancipador y antirracista que conmovió al mundo.  Así como el mismo Mandela sorprendió  perdonando públicamente a su carcelero, para otros esta actitud reconciliadora radical que posibilitó el esclarecimiento de delitos, de desapariciones y la reparación del daño no era suficiente, atenuó sanciones que se esperaban más severas quedando varios casos bajo la sombra de la impunidad.

Para muchas víctimas directas e indirectas de la violencia racista y colonial, resultaba difícil asimilar el espíritu reconciliador implantado por el arzobispo Desmond Tutu, quien a la cabeza de esta instancia enarboló el lema de que “Sin perdón no hay futuro, pero sin confesión no puede haber perdón”.

Si bien el año 2010, Evo Morales informó que los archivos de la dictadura no existían, es de esperar se pueda acceder a información relevante en existentes y puestos a disposición por la actual cúpula de las FFAA. Es probable que a estas alturas sean pocos y ancianos algunos imputables de los crímenes de entonces. Importa, sin embargo, avanzar en la búsqueda de la verdad de los hechos y comprender un contexto de guerra fría en la que resultaba heroico morir matando o cegar la vida y escarmentar al enemigo en defensa de la seguridad del Estado o de utopías revolucionarias no siempre exitosas. Por ello, es clave que estas comisiones cumplan una función pedagógica orientada a desmontar no sólo prácticas injustas del pasado dictatorial sino de pulsiones autoritarias difíciles de desterrar aun en democracia. Sobran los casos de violación de los DDHH en nuestra época democrática.

Curiosamente, la llegada de la Comisión de la Verdad coincide con el apogeo de la posverdad, noción que gana un sitial en la reflexión política al constatar que la formación de la opinión pública depende más de afinidades y emociones personales que de elementos objetivos y verificables. Se alimenta de la desinformación y la desconfianza en el poder. En un contexto de crisis de la justicia y de adicción  a discursos encendidos que alimentan mitos y medias verdades. Eso sí es preocupante, la reconciliación es mala palabra.