Por
«Nuestro nuevo gobierno es el primero de la historia del mundo, basado sobre la verdad física, filosófica y moral de que la subordinación del hombre negro al blanco es una condición natural»
Alexander Stephan (1861).
En los años noventa del siglo XX las alternancias de gobiernos autoritarios, totalitarios y dictatoriales a gobiernos democráticos despertaron un interés por las temáticas de la memoria, emergió el boom memorial, no como una disciplina histórica, sino como una disposición para observar y comprender el pasado. Las memorias, entendidas como narrativas, sufrieron múltiples problemas para ser incorporadas en el relato nacional: ¿Cuáles memorias son dignas para resignificar el pasado, entender el presente y construir el futuro? ¿Las memorias de «unos» o las memorias de «otros»?*
Tempranamente, quedó de manifiesto que el campo de la memoria es restrictivo y conflictivo, pues no pueden insertarse en él todos los relatos, todos los recuerdos del pasado ni las múltiples glorias.
Los memoriales, museos y estatuas también entraron en un campo de conflicto, en una tensión por su propia existencia. Es común observar que las memorias, los memoriales, los museos y la estatuaria han sido construidos desde el núcleo privilegiado del poder, quien detenta el poder sobre el pasado y sobre el presente consolida una narrativa victoriosa para el futuro, la cual dotará de sentido, pertenencia e identidad a la población.
El campo de la memoria es restrictivo y conflictivo.
Bajo esta lógica se han construido las memorias hegemónicas acompañadas siempre por políticas de olvido, inaugurando así un juego de relaciones de poder y sujeción**. Paralelamente, la memoria se erigió también como un mecanismo de resistencia, máxime, en aquellos contextos en donde el pasado estuvo colmado de violencia política, social y simbólica.
Cuando los sentidos del pasado entraron en pugna una serie de cuestionamientos morales y éticos se hicieron presentes: ¿Recordar u olvidar? ¿Superar o enterrar el pasado? ¿Implementar la justicia o institucionalizar la impunidad? ¿Reparar o perdonar?***
La sociedad estadounidense no ha estado ajena a estas tensiones y conflictos por la memoria. Recientemente se han visibilizado una serie de enfrentamientos por el retiro del espacio público de algunas estatuas de los líderes confederados. Lejos parece haber quedado el orgullo —cuasi homogéneo— de la sociedad estadounidense por su pasado, colmado de valor y gloria de una supuesta lucha por la libertad y la democracia.
El pasado glorioso de la nación moderna, multicultural y de referencia global, ese «paraíso racial» de la nación más poderosa del mundo ha mostrado sus debilidades. Un amplio sector poblacional ha cuestionado esas memorias hegemónicas y la narrativa monumental de los confederados. Para éstos esa memoria les resulta antagónica por perpetuar durante años la intolerancia de la «supremacía blanca», la esclavitud y la injusticia racial, para estos sectores es imperante borrar, al menos de los espacios públicos, ese patrimonio histórico y educativo. Les indigna la enseñanza de esa monumentalidad, porque invita a traicionar a la patria, ejercer violencia y terror. Para estos ciudadanos las estatuas de los confederados son una afrenta al presente y una mala prescripción para el futuro.
Es importante subrayar que el retirar las estatuas de los confederados de los espacios públicos no reduce el conflicto y las tensiones que con el pasado experimenta ahora la sociedad estadounidense, si bien la memoria de los confederados deja de ser pública no dejan de existir como referencia. Si las estatuas de los confederados son expuestas en museos, espacios cerrados o custodiados seguirán siendo parte del relato nacional, seguirán siendo memorias que abrirán caminos de diálogo, esto hace posible que su narrativa vuelva a conectarse con los relatos públicos y posibilite su transmisión a futuras generaciones.
Estas estatuas no deben ser colocadas en espacios privados o cerrados, se les debe quitar la voz, suprimir su comunicación y borrar su lenguaje.
Estas estatuas deben dejar de existir como memoria y narrativa públicas y privadas para que los vínculos de pertenencia y reconocimiento de la población con su historia sean borrados. Estas estatuas no deben ser colocadas en espacios privados o cerrados, se les debe quitar la voz, suprimir su comunicación y borrar su lenguaje.
Una considerable cantidad de ciudadanos estadounidenses se dio cuenta que esas memorias se instauraron y presentaron exitosamente como una visión natural y oficial del pasado, una versión hegemónica de su historia, esta sociedad se está acercando de manera crítica a su pasado, con una mirada despojada del romanticismo histórico, del martirologio, la victimología y la hagiografía revolucionaria de los confederados para hacer una lectura política, autocrítica de su realidad, anhelan establecer políticas de olvido que favorezcan a la borradura del racismo, la violencia y la intolerancia que persiste en su país.
Poco éxito tendrán si a las memorias de los confederados se les relega a espacios privados, estas memorias simplemente debes extinguirse. Dejar estas estatuas en museos sería equivalente a maquillar cosmovisiones que siguen siendo en la intimidad compartidas por una mayoría de la población estadounidense, y que son negadas de forma pública porque es algo indigno y contrario a los principios básicos y fundamentales de la democracia.
* Braunstein Néstor A.. (2012). La memoria del Uno y la memoria del Otro. Inconsciente e historia. Siglo XXI México
** Reyes Rigoberto, Illych Escamilla, Fabián Campos, Rodolfo Gamiño. (2015). Cartografías del horror. Memoria y violencia política en América Latina. Taller Editorial la Casa del Mago. Guadalajara.
***Hayner Priscilla. (2008). Verdades innombrables. Fondo de Cultura Económica. México
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